19 de junio de 2009

LLUVIA


Giramos en la rotonda de entrada; una vez más esa rotonda, antesala de la felicidad que me espera durante 24 horas. Miré por la ventanilla del coche, siempre la lluvia acompañándonos. Olivos mojados a los que he llegado a coger cariño, en mi mente unos versos: olivareros altivos… en la radio suena La Oreja de Van Gogh: y miles de gotitas…
La lluvia aprieta y él se ríe del tremendo aguacero. Se acuerda de la primera vez que vino a verme; nos quedamos solos bajo un techo esperando que cesara de llover, pero el agua no terminaba, parecía empeñada en que él y yo siguiéramos allí, refugiados uno frente al otro. Corrimos mucho hasta la zona de bares, yo maldecía a los que se habían ido, estaba asustada, me sentía desprotegida, temerosa y confundida por lo que estaba sintiendo. Y él buscaba mi boca incesantemente en la oscuridad de la música. Lo dejé con la miel en los labios.
Pero la lluvia se divirtió mucho aquella noche con nosotros y propició que después vinieran incontables días de dulce tormenta.
Me entretengo escuchando la inverosímil sinfonía del agua percusionando los cristales y la chapa del coche. Noto que me mira por el rabillo del ojo, cuanto más fuerte llueve más siento que me quiere.

7 de junio de 2009

No hay marcha en New York

La cena terminó, las cabezas de gambas y las cáscaras de bocas rusas levantaban enormes montañas de desperdicios sobre los platos. Los mayores hablaban de temas que empezaba vagamente a entender, no del todo, pero al menos podía medio comprender ciertos gestos y caras.

Alguien hizo, para variar, un comentario entre gracioso y educativo sobre lo mucho que había comido y lo gorda que estaba para sus 9 años. Entonces esos comentarios para ella significaban ponerse un poco colorada y sentir que le reñían, pero no era consciente del pozo de daño que iba formándose en su interior, lento pero profundo. A lo largo de los años, llegó a sentir pánico incluso de comer al lado de algunas personas.

Tenía sueño, las vacaciones en la playa eran intensas maratones de juegos acuáticos y sesiones en el jardín de la casa. Se había levantado un poco de frío.

Los primos mayores aprovecharon esa brisa fría como excusa para levantarse e irse a la casa. Pusieron música, Mecano, “No hay marcha en New York y los jamones son de york…” bailaban dando vueltas a la mesa del comedor. Retiraron las sillas de madera, esas sillas que venían de la casa de los bisabuelos, para tener más espacio.

Los tres primos giraban y se reían. El mayor de todos llevaba un peto vaquero con tirantes. Le gustaba ponerse camisetas coloridas y usaba zapatillas tipo converse. Tenía la voz un poco de pito, el pelo rizado, un aire exótico que la mezcla de razas le regaló, y ciertos gestos femeninos, que ahora podía ella interpretar perfectamente. Bailaba muy bien, todos lo comentaban.

Las primas grandes lo seguían como hipnotizadas por su ritmo. Durante todo el verano venía observando cómo lo miraban y acataban sus ideas. Las atraía como un imán. Un suspiro por allí, un suspiro por allá, y mucho salir de paseo los tres juntos.

Los contemplaba e intentaba imaginarse cómo sería cuando tuviera esa edad. A los 9 años la adolescencia se presenta como un terreno pantanoso del que se espera mucho. Pensar en que llegar a tener esa veneración hacia nadie le daba repelús.

Las dos primas pequeñas seguían en la esquina envidiando sus risas hasta que uno de ellos los invitó a participar del baile.

Comenzaron ellas también a dar vueltas al ritmo de Mecano. En el exterior se escuchaba a los padres hablando de política. La risa se apoderó de las pequeñas. Sentía como si estuviera en una nube, se movía enérgicamente. Alguien le dijo que bailaba bien, fue una de las primeras veces que sintió que destacaba en algo. Casi nunca le hacían comentarios bonitos, más allá de su volumen. Pero sobretodo sintió que la música levantaba algo en ella.

Que te comen el coco con los telefilmes