7 de agosto de 2008

La cabra tira al monte y los peces al océano

Las tardes de verano han sido dilatadas, largas, como un un sueño dulce que multiplica las emociones.

Este mes de julio he sido niña. He pasado horas dedicadas únicamente al placer de jugar en la arena y adormecerme en la toalla, sin preocupaciones alguna. He jugado física y mentalmente. He imaginado brujas, caballeros y hadas, he inventado sirenas y cangrejos, he moldeado fortalezas y animales que las custodiaban, he reído con palas en la mano, he diseñado vestimentas inverosímiles para gritar ¡a que no me pillas cara de papilla!, he conocido romanos, hunos y señores feudales fascinantes y sobretodo he dejado la mente tan abierta que la luz del sol ha blanqueado mis pensamientos.

Volver a ser niña junto a una que lo es de verdad, tomar conciencia de que lo único que tengo que hacer es divertirme, ¡no hay nada más maravilloso! He disfrutado de uno de los mejores veranos de mi vida, siendo el más sencillo del mundo. Volvería mil veces a ver a mi sobrina bajando recién levantada por la mañana por las escaleras con Rosa en la mano; a subirnos todas en el colchón; a jugar intesamente a las palas picándonos con Miguel Ángel; a tirarle algas a Chelito, a pasear de la mano bajo la luna llena de julio que ilumina toda la playa y a coger después ese tren tan terrible que me lleva con él hasta Jaén.

La arena y las conchas recogidas las he puesto cerquita de mi cama para recordar que yo soy un pez y que en el mar es donde encuentro mi sosiego.