Debía haber sido una princesa, una mujer de la alta sociedad. Educada en los mejores colegios de monjas de la capital, fina y elegante, hermosa y pura. Era capaz de levantar los suspiros más profundos al pasar por el lado del género masculino. Tan deseada y ella volátil, ajena a las pasiones de la vida, con la mirada puesta en el espíritu. Esperando ayudar a los otros, anhelando el día en el que pudiera formar su propia familia.
Ella estaba destinada a vivir en una gran casa, a ser atendida por otros, a conservar su belleza etérea, a vestir las mejores galas. Debería levantarse cada mañana con el único objetivo de arreglarse, velar por sus hijos y salir a sus labores de caridad.
Pero la vida nunca es como debería.
Ella se asoma cada día a la ventana de su salón para asegurarse que más allá de las paredes de su casa hay vida, que el mundo continúa girando y que sólo su casa se ha paralizado. Respira, observa a los transeúntes y aprovecha los rayitos de sol. Piensa, bueno por la noche podré bajar la basura.
Riega sus cáctus, el otro recuerdo de vida que conserva en su casa, con esmero y espera ansiosa la llegada de sus hijos para recibir noticias alegres y frescas del exterior.
Se pierde imaginando fiestas y viajes imposibles a los que ya nunca irá; y a los que ya cada vez desea menos. Lo mira, se lamenta por él, por su inerte existencia; pero más se lamenta por ella, enterrada en vida con toda la fuerza y energía del mundo. Su madre, su marido, ¿y quién la cuidará a ella?
Vuelve a mirar por la ventana, se ríe acordándose de algo que vio en la tele la tarde anterior, la tele se ha convertido en su mejor amiga.
Una voz reclama su ayuda. Tiene esa voz metida en la cabeza, a todas horas lo escucha, aunque él duerma plácidamente. Él se consume y ella cada vez sonríe menos. Se acuerda de la madre superiora: Sacrificio, sacrificio…y da gracias a Dios por todo lo que tiene. Aunque sea esclava de una enfermedad que lentamente se los va llevando a los dos poco a poco.
El fresquito de la ventana refresca sus pensamientos: tengo que hacer el almuerzo…Y vuelve a su día, a su día de la marmota.
Ella estaba destinada a vivir en una gran casa, a ser atendida por otros, a conservar su belleza etérea, a vestir las mejores galas. Debería levantarse cada mañana con el único objetivo de arreglarse, velar por sus hijos y salir a sus labores de caridad.
Pero la vida nunca es como debería.
Ella se asoma cada día a la ventana de su salón para asegurarse que más allá de las paredes de su casa hay vida, que el mundo continúa girando y que sólo su casa se ha paralizado. Respira, observa a los transeúntes y aprovecha los rayitos de sol. Piensa, bueno por la noche podré bajar la basura.
Riega sus cáctus, el otro recuerdo de vida que conserva en su casa, con esmero y espera ansiosa la llegada de sus hijos para recibir noticias alegres y frescas del exterior.
Se pierde imaginando fiestas y viajes imposibles a los que ya nunca irá; y a los que ya cada vez desea menos. Lo mira, se lamenta por él, por su inerte existencia; pero más se lamenta por ella, enterrada en vida con toda la fuerza y energía del mundo. Su madre, su marido, ¿y quién la cuidará a ella?
Vuelve a mirar por la ventana, se ríe acordándose de algo que vio en la tele la tarde anterior, la tele se ha convertido en su mejor amiga.
Una voz reclama su ayuda. Tiene esa voz metida en la cabeza, a todas horas lo escucha, aunque él duerma plácidamente. Él se consume y ella cada vez sonríe menos. Se acuerda de la madre superiora: Sacrificio, sacrificio…y da gracias a Dios por todo lo que tiene. Aunque sea esclava de una enfermedad que lentamente se los va llevando a los dos poco a poco.
El fresquito de la ventana refresca sus pensamientos: tengo que hacer el almuerzo…Y vuelve a su día, a su día de la marmota.
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