Me gusta recordar a mi padre cuando yo tenía unos 14 ó 15 años. Lo veo en el colegio, cuando aterrorizaba a mis compañeros de clase. Yo lo oía gritar, nos llegaban las voces por la ventana, y veía cómo se le iban descomponiendo las caras a todo el mundo. Mandarlos al despacho de Don Carlos era lo peor que podía pasarles, era un director terrible. A mi me hacía mucha gracia observar cómo mi padre les causaba tanto miedo, porque para mi por mucho que fuese el director del colegio Santo Tomás de Aquino, no dejaba de ser mi papá.
Entonces él pesaba unos 140 kilos, y tenía 1,85 de estatura; y a mi me parecía que nada podía con él, ni el más catastrófico y delincuente de los alumnos, éste típico que sacaba de quicio a cualquiera. Entonces él cuidaba de nosotras tres. Sólo había alguien que parecía más fuerte y poderosa que mi padre, la abuela Carmen.
Me gusta también recordarlo en Cuaresma y en Semana Santa, sobretodo en Semana Santa, vestido de nazareno; pasando por la puerta del colegio y levantando la cabeza para que precisamente la abuela Carmen lo reconociera y le hiciera una seña desde el balcón. Lo veo llevándonos siempre a toda prisa hasta las sillas para que, ni mis primos ni yo, nos perdiéramos ninguna cofradía y tiraba de todos nosotros con nuestras bolsas llenas de medias noches y bolitas de cera.
Me encanta también recordarlo en la playa. Debajo de la sombrilla escuchando el transistor y jaleándonos porque se nos hacía tarde para comer. Y en el jardín de Villa Matilde, en las noches fresquitas de verano. Allí parecía otro, más niño, más dulce, más sereno.
Ahora, lo veo cada día sentado en el salón, sin salir de casa. Se va encogiendo en el sofá, poco a poco se hace pequeño. Ahora somos nosotras 3 las que tenemos que cuidar de él, y no es fácil, ni justo. Mi padre ya no pesa 140, si no la mitad, y se ha encogido tanto que a veces me cuesta reconocer en él a Don Carlos. Es débil y vulnerable, parece que tuviera 20 años de los que tiene. Ahora cualquier cosa puede con mi padre y la abuela Carmen, su agarradera, su apoyo, existe únicamente en nuestros recuerdos.
Es tiempo de Cuaresma, la época que a él más le gusta del año, en la que más feliz se le veía. Pero mi padre ya no sale a visitar besamanos, le cuesta andar y la gente lo mira por la calle porque el parkinson le hace tener unos gestos y movimientos realmente extraños. Y Para él salir a la esquina de mi casa es una odisea y la vida se le hacer rara, muy rara; a él y a los que vivimos a su lado. Dolor de espalda, dolor de estómago, dolor en la pierna, dolor, dolor, dolor; y lo que más le duele seguramente es el orgullo y la rabieta de verse así. Convivir con un parkisionano no es fácil pero te enseña a valorar muchas cosas, a compartir y a echar una paciencia inexplicable.
Mi padre sigue con auténtica devoción los programas de Semana Santa y se revuelve pensando que nunca verá el Carmen en la calle, ni la del Polígono San Pablo; pero disfruta recordando todas y cada una de sus Semana Santas vividas.
Y cuando llegue el verano volverá a llorar de emoción cuando vea la playa y ponga los pies en Punta Umbría y dirá: "ésta será la última vez que yo..."
Don Carlos Silva, te quedan muchos años por delante, lo sé. No creas que te vas a escapar gruñirle a más nietos, ni de regañar a la Chiqui cuando le de quebraderos de cabeza a mi hermana porque quiera salir de marcha.
Don Carlos Silva no olvides nunca lo especial que eres y gracias por tener esa personalidad tan compleja que tienes. Me siento muy afortunada de tener un padre como el mío. Y no te preocupes que cuando salgas esta tarde de quirófano, te reñiré porque seguro que protestas de todo lo que hago. Te quiero, papá.
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